En las áridas planicies del norte del país, entre San Luis Potosí y Matehuala, sobre la carretera México-Laredo, había tres caseríos miserables separados entre si por algunas decenas de kilómetros, identificados con sus correspondientes letreros de carretera. Se llamaban La Terquedad, La Sed y Juan Sin Agua.
Huizaches hasta donde alcanza la vista, víboras de cascabel, liebres, una tierra reseca y polvosa.
Y como inverosímiles habitantes, mujeres andrajosas, niños con el vientre distendido y los hombres, fantasmas con la mirada angustiada.
Yo solía viajar con frecuencia por la zona y algunas veces me detenía para cazar algúna liebre o algún conejo.
En una de esas ocasiones, lo que cacé fue una víbora de cascabel, que en esos rumbos alcanzan tamaños considerables.
Cuando regresaba al automóvil, me salió al paso uno de esos fantasmas que me preguntó tímidamente. ¿ Se la va a comer?. No, le respondí, pensaba usar la piel para un cinturón. El hombre, pensativo, evaluaba mi presa con la mirada.
.-¡Por esa piel le darían hasta cuatro pesos! ¡ Y los cascabeles! Se van a vender muy bien...
Me sentí culpable, horriblemente culpable.
¡Se la regalo!, le dije impulsivamente.
El pobre hombre balbuceó su gratitud y tomando la víbora, desapareció entre los matorrales.
La Sed, La Terquedad, Juan Sin Agua.
¿De que vive esa gente en el desierto? ¿Cómo sobrevive? ¿Porque no se va de ahí? No se me ocurrió preguntarle y no supe ni siquiera su nombre. Probablemente se llamaba Juan.
Le pregunté a un amigo que es del rumbo y me dijo que pudieran ser "candelilleros". ¿Candelilleros?. Si, viven de recolectar cera de candelilla; este producto tiene una gran cantidad de usos, en la industria química, en la fabricación de ciertos plásticos. La venden a un comprador único y forzado, son una fuerza de trabajo muy barata, sin seguro social, no son un pasivo contingente, no tienen semana inglesa, ni vacaciones pagadas, ni derecho de huelga ni... vaya, nada. Y toda la familia, niños inclusive, trabajan para ese comprador que compra la cera de candelilla en una fracción de lo que cobra en su reventa.
Hace muchos años un profesor rural trató de obtener para esos pobres campesinos un trato más justo. Apareció muerto en el desierto.
Claro, este es un caso extremo; pero toda la clase media mexicana es, en cierto modo, candelillero. Lucha, trabaja, ahorra lo que puede y casi sistemáticamente, le devalúan su ahorro, le licúan su capital, lo ponen otra vez donde empezó. Como parte de un proceso para ser competitivo, con su trabajo mal pagado subsidia las exportaciones. Vive, metafóricamente, en el desierto y el producto de su trabajo le es pagado con una moneda de papel en sistemático proceso de devaluación.
Ahorrar, aún cuando el mexicano de clase media tuviera capacidad de hacerlo, es inútil. Su ahorro nunca se acumula a la velocidad con que la moneda se devalúa. Inclusive, aún cuando logre acumular algún capital, este desaparece tragado por el hoyo negro de la inflación.
Y vuelve empezar, con la esperanza de obtener un futuro mejor. Y otra vez, la moneda que acumuló para su ahorro, por falta de calidad, se desvanece en sus manos.
Mientras no tenga el mexicano una moneda de plata, una moneda de valor real que preserve el valor de sus ahorros y de su capital, La Sed, La Terquedad y Juan sin Agua no son una anécdota, son un símbolo.