Parábola de la estrategia equivocada, relato con moraleja.
Hace muchos años, este país sólo era posible recorrerlo en tren, a lomo de mula o a caballo, dependiendo del lugar de destino y las facilidades existentes. Plutarco Elías Calles, contradictorio personaje, inició lo que llegaría a ser la actual red de carreteras. Entre sus muchas realizaciones, creó la Comisión Nacional de Caminos, que construyó las carreteras México-Acapulco, Sonora-México e inició la México-Laredo, que se terminaría durante el régimen de Lázaro Cárdenas.
Esta carretera, primera puerta que se abría al turismo norteamericano, fue trazada a través de la Sierra Madre, en las Huastecas, zona montañosa de clima cálido, de lujuriosa vegetación e indudable belleza; sin embargo, lo agreste de la región forzó a construir una carretera con innumerables curvas, frecuentemente cubierta de niebla, con escalofriantes precipicios y cantiles amenazadores. Atraviesa entre otras poblaciones, Nuevo Laredo, Monterrey, Linares, Ciudad Valles, El Mante, Tamanzunchale, Jacala, Zimapan, Actopan y finalmente México. (Salvo error u omisión).
La otra alternativa, que se dejó para después, era construir esa importante arteria, eje norte-sur de nuestro país, en la zona central, el altiplano; recta, casi sin curvas, mucho menos costosa, mucho menos peligrosa y que conecta a importantes ciudades, como Nuevo Laredo, Monterrey, Saltillo, Matehuala, San Luis Potosí, Querétaro y San Juan del Río, para llegar finalmente a México.
¿Por qué se opto por la primera ruta, evidentemente menos conveniente? Según algunos, por la historia de siempre, por capricho. Uno de los hombres poderosos de la época era de Ciudad Valles… La carretera daba la posibilidad de comercializar más fácilmente los productos de la región, e integraba ésta al resto del país.
Según otros, por razones estratégicas. Nunca realmente pacificadas, las Huastecas, mientras estuvieran aisladas eran muy difíciles de controlar. En el recorrido de la Sierra Madre, cada cinco o diez kilómetros, había un cuartelillo que alojaba una pequeña guarnición del Ejercito Mexicano.
Por lo que fuera, el hecho es que su construcción fue coincidente con la fiebre de turismo automovilístico del norteamericano y pronto emprendedores empresarios tanto mexicanos como norteamericanos empezaron a invertir para atender a la avalancha de turistas. Pronto, muchos hoteles y restaurantes, algunos de muy buena categoría, se alineaban a lo largo de la nueva ruta.
Los paisajes, el clima cálido y la fauna (hoy diezmada), que incluía loros, jaguares, venados, águilas y monos…hacían un viaje por la zona una aventura exótica.
Los turistas eran una constante caravana.
Parecía que el auge nunca tendría fin. El turismo: ¡Esa era la vocación, la verdadera vocación de la zona!
Pero un día… la necesidad de que los enormes tráileres no tuvieran que recorrer la angosta carretera de las peligrosas curvas y pudieran llegar en menos tiempo de México a la frontera y viceversa, llevó a las autoridades a construir la carretera central.
En poco tiempo, el turista ya no llegó al hotel en la selva; Tamazunchale y Jacala quedaron olvidados.
Yo no volví a pasar por la zona hasta muchos años después. Iba con un amigo; nos impresionó el abandono, la soledad de los hoteles antes llenos de vida; en algunos, la selva era el huésped y por las ventanas y los techos derruidos, se asomaban los troncos de los árboles y los loros substituían a los turistas.
En ese viaje, al ir llegando a Jacala nos sorprendió una tormenta atroz; siendo de noche y con la niebla haciéndose más espesa, no tuvimos otra opción y buscamos refugio en un hotel que parecía estar aún funcionando. Una mujer delgadita, pequeñita, de indefinible edad y arrebujada en un rebozo, nos condujo a la única habitación disponible; no estaban ocupadas las demás, tenían demasiadas goteras.
No hay luz eléctrica, nos advirtió, al tiempo que nos daba una palmatoria y una vela.
¿Por la tormenta?, le preguntamos. No, la cortaron por falta de pago, fue la lacónica respuesta.
¿Van a querer desayunar?, nos preguntó. ¿Sí? Veré que puedo darles.
La luz de la vela nos reveló una habitación con un chiffoniere desvencijado, dos catres de lona, almohadas, sábanas y cobijas muy limpias y una sola gotera en un rincón, con su rítmico y monótono tac, tac, tac…. La fatiga es un excelente somnífero y nos dormimos enseguida.
Nos despertaron los gallos, una lejana campana y el calor y la humedad del día.
Medianamente aseados (El baño era bastante primitivo y al no funcionar la bomba, el agua era escasa), nos dirigimos al comedor. En los años cuarentas y cincuentas, debió haber sido un hermoso hotelito. El comedor daba a una terraza que tenía una espléndida vista del pueblo que estaba abajo. La mujer de la noche anterior, estaba atareada preparando el desayuno. Un hombre, que luego identificamos como el marido, barría afanosamente. En un muro, detrás de lo que alguna vez fue la caja, había una serie de fotografías desvaídas por el sol y algunas cartas y diplomas enmarcados. Una carta era particularmente interesante. Era de Ernie Pyle, el periodista y corresponsal de guerra, dirigida al dueño del hotel, un norteamericano cuyo nombre he olvidado.
Hablaba de sus recuerdos de la “Noche de la inundación”, diciendo que ayudar a los damnificados había sido una experiencia inolvidable.
La carta estaba desteñida por el sol, pero aún era legible.
Todo a nuestro alrededor era decadente, nostálgico, triste. Sin esperanza.
Los turistas que un día parecían ser el futuro, se habían ido para no volver jamás. Ernie Pyle murió en una guerra lejana. El dueño del sueño que un día fue ese negocio, estaba muerto y para los herederos en un lejano Chicago o Boston, Jacala era una lejana e inútil propiedad, sin valor ni sentido, que nadie quería comprar y en un lugar que bien a bien, nadie sabe donde está.
La fiel pareja que cuidaba la decadente propiedad, estaba consciente de su inevitable desaparición, pero estoicamente se aferraba a lo que quedaba.
Desayunamos huevos rancheros, con una sabrosa salsa, con una coca cola tibia, café y un pan correoso que parecía de hule.
En silencio nos despedimos y en una mañana gloriosa, de esplendoroso sol, proseguimos nuestro viaje.
No había mucho que decir. Demasiadas esperanzas puestas en el lugar equivocado y un drama de sueños rotos.
La carretera aún cumple con dar salida a los productos de la región. Es decir, sirve para sus funciones naturales. La economía de la región recupera su dimensión original.
¿Y la moraleja? Ah… ¡LA MORALEJA!
¿Que tal si Ud. da una fiesta y nadie acude? ¿Qué tal si en vez de enfocarse a desarrollar el campo, buscar la autosuficiencia de productos alimenticios y fomentar el mercado interno, se enfocan los esfuerzos a crecer exportando y un día (¡Dios no lo quiera!), los compradores entran en crisis, implementan medidas proteccionistas para su industria y su comercio y…. ¡Ya no compran!.
Hoteles abandonados a la orilla de una carretera solitaria se parecen mucho a los galerones silenciosos de una fabrica paralizada y desierta.
Y una industria arruinada es idéntica a otra industria arruinada, cualquiera que sea la causa de la ruina. .