Sólo Estados Unidos se puede dar el lujo de cierta irresponsabilidad fiscal y monetaria. La razón es que el dólar es la moneda dominante en la gran mayoría de las transacciones internacionales.
Es decir, Estados Unidos ha eludido muchas de las terribles consecuencias de un cuantioso déficit fiscal porque se denominan en dólares la gran mayoría de los precios clave: digamos el precio del petróleo o la cotización de los metales preciosos.
En este sentido, el dólar estadounidense puede devaluarse y en la misma medida se mantienen constantes en términos de dólares los precios de insumos cruciales para su economía.
Una depreciación del dólar encarece el costo de los viajes de los turistas estadounidenses fuera de su país, pero no significa, para su economía, incrementos directos en el costo de los energéticos o en el servicio de su abultada deuda externa nominada en dólares.
Pero hay que tener perspectiva histórica. Este privilegio no puede ser eterno, ni absoluto.
En una perspectiva de largo plazo, este privilegio tenderá a desaparecer y Estados Unidos, como cualquier otra economía, tendrá que pagar los costos de un déficit público cuantioso y de una deuda externa elevada.
El martes en este periódico Hugo Salinas Price (Reporte sobre Europa) planteaba algunos de estos hechos. La moneda común a la que aspira la Unión Europea podría desplazar al dólar en la hegemonía monetaria mundial.
Simpatizo con la propuesta de establecer una moneda propia de México, la onza troy de plata, en la medida que significa apostar por la estabilidad y fortaleza monetarias. Sin embargo, me inclino más por la ya vieja propuesta de Hayek de la competencia indiscriminada de divisas (en la que las monedas fuertes desplazan a las débiles), algo similar a lo que significó para Argentina su currency board.
Empero, no debe tomarse a la ligera la observación de que el privilegio del dólar tenderá a desaparecer si la Unión Europea concreta su anhelo de una moneda única.
Hay que pensarlo sin prejuicios y discutirlo.